Le habían insultado a la cara. Lee Iacocca era ya un ejecutivo curtido en los devaneos de las grandes compañías automovilísticas. De hecho, gozaba de una buena posición en la Ford Motor Company gracias -entre otros méritos- a aquella idea triunfadora llamada Mustang. Pero cuando cruzó la puerta del despacho de Enzo Ferrari contrato en mano, no supo prever la trampa que iba a tenderle -viejo zorro, él- ‘Il Commendatore’.
Poco tiempo antes, la casa de Maranello había dado un primer sí -sin pensarlo demasiado- a la formación de una ‘joint venture’ entre ambas marcas. Aquel acuerdo hubiera supuesto la entrada en las grandes competiciones de la firma americana, utilizando a los transalpinos -y su ‘know how’- como trampolín.
Y si algo no iba a tolerar el industrial más terco de Italia, era que le ‘robasen’ el control de su preciada ‘Scuderia’. Ese trozo de su corazón que le hacía vibrar con los triunfos de sus máquinas… y llorar cada vez que debía despedirse de un piloto amigo, como Alberto Ascari.
Así las cosas, desde la protección de sus impenetrables gafas oscuras Ferrari dio un rotundo “no” al emisario del óvalo. ‘Big Lee’, ocultando con inteligencia su agravio, se levantó y regresó a Dearborn.
Era un día cualquiera, a finales de 1963.
“Las prestaciones son mi negocio”
En su despacho de la fábrica, Henry Ford II reaccionó encolerizado a la mala noticia. Nieto de su legendario abuelo, había sido criado en su mismo lema: “el coche que gana el domingo, se vende el lunes”. Y, por tanto, la orden que salió de su boca fue tan concisa como tronante. Construirían su propio deportivo… y humillarían a los de Módena en cada carrera que coincidiesen. No había límites en el presupuesto, ni tampoco en la búsqueda de talento.
Para 1964 ya rodaba un primer prototipo, que fue inscrito sin tardar en las 24 Horas de Le Mans de aquel año. Pero no hay comienzo fácil, y aquel primigenio desarrollo no llegaría a ver la bandera a cuadros. Concebido a toda prisa, hasta su nombre fue improvisado: GT40, en mención a las 40 pulgadas que separaban el suelo del techo.
El proyecto necesitaba un líder, y Ford se echó en los brazos de Carroll Shelby. Orgulloso tejano afincado en California, Shelby ya estaba familiarizado con los de Detroit, pues los afamados Cobra montaban sus V8. Y -aún más importante- sabía lo que había que hacer para triunfar en La Sarthe.
El primer paso fue encontrar un ‘test driver’ capaz de poner algo de coordinación entre las cuentas de los ingenieros y el desempeño sobre la pista. Como bien explica la recién estrenada cinta, esa labor perteneció a Ken Miles, amigo personal de Shelby y poseedor de una gran habilidad natural para entender el comportamiento de un coche de carreras.
Una mente electrónica
Y por obra y gracia del capital de Ford, contaron también con la ayuda de la tecnología punta de entonces. Concretamente, un primitivo sistema de telemetría. Éste consistía en un conjunto de receptores mecánicos repartidos por todo el coche.
Vuelta a vuelta, las fuerzas ‘G’ alteraban la posición de esos receptores, los cuales transformaban los vaivenes en pulsiones eléctricas que recogía un calculador instalado en el ‘cockpit’. Ya en boxes, la arcaica computadora imprimía sus resultados, decisivos para ajustar adecuadamente las suspensiones.
Tras 90 días -el plazo estipulado por la marca- el GT40 MkII marchaba con paso firme, como demostraría poco después en Sebring y Daytona. Y, por fin, el 19 de junio de 1966, Chris Amon -el último de los verdaderos ‘gentleman drivers’- y Bruce McLaren se alzaron con la ansiada victoria en la mítica cita francesa. La venganza de Ford había concluido y, al mismo tiempo, comenzaba su imperio. Como es ley de vida, una nueva criatura mecánica terminaría por destronarles. Pero ésa… es otra historia.
Historía…… que olvidamos con demasiada frecuencia en el insaciable devenir del presente que nos agobia.
Gracias, muchas gracias por refrescarnos la memoria. No todo es tecnología digital en este mundo.