Lo bonito de las Humanidades es que, a pesar de que algunos traten de hacerlas pasar por ciencias, carecen de la nemotecnia de aquéllas. En la Historia sólo existen causas y consecuencias. Motivos y resultados en torno a una acción determinada, en un momento determinado.
Y la de la automoción no escapa a esta realidad. Tomemos como ejemplo algo sencillo: el origen de los nombres comerciales de las marcas de coches. Vale, es verdad que en la mayoría de casos su fundador -o fundadores- utilizaron directamente su apellido. Ford, Renault, Citroën, Ferrari, Lamborghini… La lista es casi interminable.
Sin embargo, otros surgieron de una manera mucho más espontánea y por causas, a veces, tan peregrinas como una costumbre popular. O a una gracia del destino, que fue lo que creó una de las denominaciones más populares del planeta. Una que tiene nombre de mujer: Mercedes.
El amor de un padre
Hace 120 años -casi nada-, el origen del automóvil como máquina se estaba gestando en torno a dos polos. Mientras Karl Benz se afanaba en perfeccionar su ‘triciclo’, Gottlieb Daimler y Wilhelm Maybach adaptaban motores Otto en carruajes de caballos.
La compañía fundada por estos dos últimos -la ‘Daimler Motoren Gesselschaft’– lograría producir algunos de los automóviles más deseados por la clase pudiente germana. No obstante ambos socios pensaron que, siguiendo su filosofía de constante superación -de aquí viene la frase “lo mejor, o nada”-, debían probar suerte en la vecina Francia.
El desafío se presentaba asequible por la parte técnica: corría el año 1900, y su último modelo contaba con un planteamiento técnico realmente revolucionario. Ningún competidor francés -por ejemplo, Panhard & Levassor- podría hacerles sombra en ese apartado. Sin embargo, los ecos de la vieja guerra franco-prusiana suponían una fuerte barrera cultural: la burguesía gala no vería nunca con buenos ojos adquirir un coche fabricado por sus eternos enemigos.
Por suerte para Daimler y Maybach, contaban con un amigo cuya intervención sería decisiva. Emil Jellinek era un diplomático alemán afincado en París. Su posición privilegiada le permitía estar ‘a la última’ en todos los avances que surgían, especialmente en lo referido a los automóviles que tanto le fascinaban. Además, sus círculos de amistades le proporcionaban contactos… que terminarían por convertirse en potenciales clientes.
Pronto, Jellinek se convirtió -de forma improvisada- en importador de Daimler para el territorio francés. Tan sólo quedaba un ‘fleco’: buscar un nombre nuevo -y más atractivo que ‘Daimler’- para la marca. Y -tomándose una pequeña libertad- decidió utilizar el de su hija Mercedes, de once años.
El Mercedes 35 PS recibiría, por tanto, el honor de ser el primero en recibir la novedosa denominación. Y la estrenó junto a la tradición deportiva de la marca germana, compitiendo -y triunfando- en las carreras más famosas de su tiempo.
Registrado comercialmente en 1902, Mercedes era ya sinónimo de excelencia en la calle… y gloria en los autódromos. La fusión con Benz en 1926 remataría la identidad de la firma de Stuttgart con el símbolo que todos conocemos: la estrella de tres puntas.

En cuanto a la propia Mercedes Jellinek, sabemos que -como buena hija de su padre- vivió una vida acomodada a caballo entre París y Viena. Falleció en 1929, poco antes de cumplir cuarenta años. Pero, aun con todo, tuvo tiempo para disfrutar de los coches que portaban su nombre.