
De forma similar a lo que ocurriría con un reactor nuclear, reducir el ritmo de la producción en una fábrica es una medida harto desagradable. No ya sólo por las consecuencias en materia de empleo -leáse recorte de turnos-, sino también por la pérdida de la llamada ‘armonía productiva’. Es decir, el flujo correcto de los recursos que terminarán transformándose en el producto final.
No hay que remontarse muy atrás para encontrar un buen ejemplo. Tras pasar los momentos más críticos de la pandemia en 2020, los constructores de automóviles sufrieron de lo lindo para recuperar la estabilidad de sus cadenas de suministro. En aquel momento, el ‘desconcierto natural’ de la desescalada fue el principal desafío.
Sin embargo, ‘algo’ se había roto: al detener las marcas su actividad, los fabricantes de microchips optaron por desviar el foco de sus suministros al sector de la electrónica de consumo -ordenadores, smartphones, tablets…-, la cual había experimentado un auge sin precedentes gracias al teletrabajo.
Consecuencias… y otros ‘culpables’
Y así sigue siendo en 2021, lo cual está obligando a la industria automotriz a ‘guardar cola’ en el reparto de procesadores. Ante este mastodóntico ‘cuello de botella’ global, marcas de todo el mundo han decidido ralentizar sus operaciones fabriles. Volkswagen, Mercedes-Benz, Honda -en Europa- o Audi ya han experimentado parones en sus plantas. Según Oxford Economics, esta situación podría impedir el montaje de un millón de vehículos nuevos este año.
En clave española, prácticamente todos los fabricantes con presencia en nuestro país se han visto obligados a hacer lo propio. Así ocurre, por ejemplo, en Martorell o Almussafes, donde Ford y Seat han aplicado ERTEs a un reducido porcentaje de sus plantillas, por espacio de días o semanas. Otras firmas -como Iveco– aún contemplan ‘los toros desde la barrera’, aunque no se sabe por cuánto tiempo.