Si un buen día te lo ofrecieran… ¿te atreverías a subirte a un coche de carreras sin experiencia? En caso afirmativo es muy probable que, una vez acomodado, te sorprendieras al encontrar sensaciones que podrías identificar rápidamente con las que te proporciona tu vehículo ‘de diario’.
Vale, de acuerdo: no te pones un casco para conducir hasta tu puesto de trabajo. Ni viajas tan ‘enjaulado’ -o eso es lo que crees-. Pero, a no ser que estemos hablando de un F1 o un prototipo del WEC, seguramente serías capaz de acelerar, girar… y, sobre todo, detener con relativa facilidad muchos ‘aparatos’ del mundillo. ¿Magia? No, simple y pura tecnología.
No en vano, siempre se ha dicho que las innovaciones en competición terminan encontrando su sitio en la calle también. Sin embargo, sistemas como el archiconocido ABS emprendieron este viaje en sentido contrario. Desarrollado por mor de la seguridad vial, halló en sus comienzos una dura oposición en ‘paddocks’ de todas las especialidades.
A ningún piloto le agradaba la idea de que un ordenador decidiera por él cómo debía frenar. Y los preparadores tenían -y tienen- un credo muy explícito: si algo no convence al piloto, entonces es un lastre que hay que suprimir.
Por suerte para la innovación, Mercedes-Benz dio una ‘master-class’ que allanó el camino para su aceptación generalizada. Tal lección tuvo lugar hace exactamente tres décadas, en el seno de un campeonato que ha brindado múltiples alegrías a la firma de la estrella: el DTM.
Un prototipo ‘de incógnito’
En 1990, Sudáfrica estaba a punto de cambiar para siempre. Pero aún seguía bajo una bandera tricolor y un gobierno puramente blanco, compuesto por influyentes políticos de sangre holandesa y alemana. No es difícil entender, por tanto, que la ‘categoría reina’ del automovilismo germano tuviera una ‘segunda casa’ en el país.
Por aquel entonces, el circuito de Kyalami -que había visto enfrentarse, entre otros, a Lauda y Hunt- acogía con sumo gusto a los espectaculares coches del ‘Meisterschaft’. Con más equipos privados que oficiales -costumbre de este certamen-, Opel, BMW y Mercedes eran las tres marcas que se repartían el protagonismo.

Los de Stuttgart participaban con su 190 Evo II -sí, el del ‘alerón-estantería’-, cediendo una unidad a la filial local de AMG. Así lo recordaba el responsable de la aventura, Gerhard Lepler: «Con ayuda de un banco de pruebas climático -algo raro entonces-, preparamos el motor para su uso a 2.000 metros sobre el nivel del mar».
Y, dejando escapar una sonrisa culpable al recordar su picardía, menciona su ‘arma secreta’: «Bosch había desarrollado una nueva controladora programable [del sistema ABS] para la serie W126 de la Clase S». Este descubrimiento les animó a adaptar el sistema para lograr una frenada más cómoda… pero que un piloto pudiera gestionar sin tener que ‘pelearse’ con la máquina, como venía ocurriendo.
«¿Cómo **** lo has hecho?»
Los resultados en la pista no se hicieron esperar: con el experimentado Roland Asch a los mandos -y ostentosamente vestido con el amarillo de Camel-, el 190 sorprendió por sus tiempos desde las primeras sesiones de prácticas. «Sigo sin creerme lo mucho que puedo retrasar las frenadas con este ABS», diría a sus ingenieros.

Aquel 18 de noviembre, 42.000 almas -y medio gobierno del ‘apartheid’- contemplaron cómo Asch terminaba segundo en la primera manga… y se llevaba la segunda, con una insultante superioridad. Tal fue el asombro del resto de la parrilla, que los demás pilotos se adelantaron a los periodistas para abrumarle con sus preguntas. Trataban de entender, en definitiva, qué había hecho para marcar esas diferencias.
Por suerte para ellos, los secretos duran poco en el mundillo de las carreras. Una vez todos comprendieron lo que se podía hacer con aquella -hasta ese momento- ‘molesta’ tecnología doméstica, el ABS encontró su sitio en la competición. Y ahí sigue desde entonces, haciendo fáciles las frenadas más difíciles: aquellas que separan, en los circuitos, el olvido de la gloria.