Siempre se dice -y no sin razón- que la Historia, así en mayúsculas, está escrita por los vencedores. Y, sin embargo, tal vez sería mejor decir que sus verdaderos escribientes son los líderes. Personas singulares que, bien por intelecto, bien por talento o por determinación -o por todo a la vez- logran ‘salirse con la suya’ y cambiar el mundo. Es decir, cambiarlo de verdad.
En la historia de la automoción, tenemos un gran número de referencias. Pero hoy no nos vamos a ocupar de grandes nombres. Hoy toca recordar a quienes de verdad lograron que esos grandes nombres alcanzasen tal grandeza. Gente ‘gris’ y anónima que -sin ser familiares ni amigos de aquellos genios- quedaron prendados para siempre de sus ideas, y contribuyeron con su esfuerzo a volverlas realidad.
Las marcas de coches que conoces han contado siempre con ‘hombres grises’ en sus cúpulas directivas. Un buen ejemplo podría ser Lee Iacocca, aunque no encaje en el arquetipo del anonimato porque protagonizó una portada en la revista ‘Time’. Pero, si cruzamos al otro lado del Atlántico, encontraremos uno mejor. No mejor porque sí se ajuste a lo dicho. Mejor porque su historia es harto curiosa. Poneos cómodos.
Todo por hacer
Jacques Wolgensinger jamás llegó a conocer en persona a André Citroën. Cuando este singular alsaciano cruzó por primera vez la puerta más grande de la Rue Javel, era tan sólo un joven periodista a quien la fama parecía esquivar.
Y la Citroën que se encontró en 1958 vendía dos de los modelos más vistos en las carreteras francesas: el 2 CV y el DS 19, nada menos. Eso sí, nadie sabía cómo, pues la marca no invertía un franco en publicidad… y no poseía un departamento de comunicación.
¿Quién no hubiese echado a correr ante semejante situación?
Pero nuestro protagonista se quedó. Y lo primero que hizo fue bajar a los archivos. Estudiándolos, logró contactar -a través de su legado- con el pensamiento de André Citroën. Y repescó una frase que, desde luego, había caído en el olvido: «hacer cosas sin darlas a conocer es como no haberlas hecho». A partir de ese instante, la cita estaría presente en cada rincón de la fábrica.
Pensando en naranja
El siguiente paso fue determinar qué estrategias podían llevarse a cabo para rectificar la inercia de la marca. Una de ellas fue la fórmula ‘pop-cross’. Inspirada en las primigenias aventuras africanas del chevrón, aprovechaba la inefable robustez del 2CV y sus derivados para ofrecer -a sus propietarios más selectos- aventuras inolvidables en los lugares más recónditos de la Tierra.

Y, por supuesto, el color. Wolgensinger sabía que, partiendo desde cero, necesitaba dotar a la firma de algo llamativo para hacerla destacar. Y optó por lo más sencillo y efectivo: encargó a la agencia Delpire reportajes fotográficos de sus modelos a todo color. Desde nuestro diván del siglo XXI puede parecer algo obvio… pero, entonces, un encargo así podía costar el doble -o el triple- que en blanco y negro.
De entre aquellas tonalidades, nuestro amigo eligió el naranja. Un buen día de 1974, en un ataque de excentricidad -rasgo característico suyo- proclamó ante el resto de la directiva el inicio de la ‘era naranja’. Y la bravata volvió a salirle bien: Citroën obtuvo, por fin, la identidad visual que necesitaba para salir de la mediocridad. Con sólo un vistazo, periodistas y clientes eran capaces de distinguir su presencia.

El tercer paso es el último. Sin embargo, es el más importante, pues pudo haber arruinado los dos anteriores. Se trataba de conseguir el ‘OK’ de una directiva que -por defecto- tomaría sus ideas como una pérdida de tiempo. Por fortuna para él, Wolgensinger encontró desde el principio el espaldarazo creativo del presidente Pierre Bercot, así como la amistad de todo el equipo publicitario.
Para cuando Citroën pasó a formar parte del Grupo PSA, la experiencia del veterano comunicador bastó para asegurarse el puesto. Bajo esta nueva etapa continuó llevando la batuta de las campañas de comunicación de los nuevos modelos, retirándose a finales de los ochenta tras el lanzamiento de la berlina XM.
Aún mucho tiempo después, no era raro encontrarse con ‘Wolgen’ -como le llamaban cariñosamente en la compañía- en algún salón del automóvil o concentración de aficionados de la marca. Siempre en contacto con los ‘fans’, y compartiendo sus mil y una anécdotas… Hasta que, en 2008, partió para entregarle a Dios las llaves de su coche favorito: un Citroën -cómo no- de color naranja.