Si eres amante de las carreras, seguro que ya sabes lo bien que combinan en la misma frase rally, ‘scratch’, copa, competición… y Skoda. Y es que, no en vano, a la firma checa le gusta demostrar que sus creaciones pueden ser las más rápidas en los tramos. O en los circuitos, en los cuales también han dejado huella de su paso.
Desde las cunetas, su característico color verde delata su llegada, mucho antes incluso de oír el sonido de sus motores. ‘De lado’ en el Turini, escupiendo barro en Gales o ‘volando bajo’ entre las granjas de Zlin, sus máquinas han llenado vitrinas con innumerables triunfos. Y han escrito una historia que les permite ‘tutearse’ con vacas sagradas de la especialidad como Ford, Subaru o Citroën.
Hoy toca contar un pedazo de esa historia. Pero no vamos a desempolvar el VHS para hablar de Pavel Sibera -aunque, quizá, en otro momento-. La historia de hoy nos lleva a rescatar un viejo proyector de principios del siglo XX… para recordar una de las primeras victorias de la marca.
Casi una ‘cruzada’
Václav Laurin y Václav Klement -los fundadores de Skoda- amaban el ciclismo y todo lo que tuviese que ver con las dos ruedas. A consecuencia de ello, su afán inventor les llevó a motorizar las bicicletas que construían. Y, como buenos caballeros, en sus mentes surgió esa ‘venenosa’ idea que siempre acaba ‘prendiendo la mecha’ de la competitividad: «¿Cómo vamos a demostrar que nuestra máquina es la mejor?».
En 1901, su debut en la carrera ‘París-Berlín’ les granjeó una gran popularidad entre los pilotos de la época, que se peleaban por correr con sus motocicletas. Pero el clímax de esta trayectoria no llegaría hasta cuatro años más tarde, en 1905.
Aquel año, la recién creada ‘Federación Internacional de Clubs Motociclistas’ organizó un ‘campeonato’ entre naciones. Previamente, cada país había seleccionado los equipos que les representarían, siendo el oficial de Laurin & Klement el abanderado del Imperio Austro-Húngaro.
La gran carrera tendría lugar en el pueblo parisino de Dourdan, en torno al cual se levantó un circuito provisional de nada menos que 54 kilómetros. El ganador debía ser el primero en recorrerlo cinco veces. Como dificultad añadida, establecieron zonas ‘de neutralización’, en las cuales era obligatorio empujar la máquina con el motor apagado… y rezar para que, luego, volviera a ponerse en marcha.

Dada la colosal distancia, los pilotos podían llevar consigo los recambios y herramientas que pudieran cargar. Así lo hizo Václav Vondrich, y el sentido del humor del público no tardó en aflorar cuando le vieron en la parrilla de salida. Pero el ‘Herrero Ambulante’ -como le apodaron- era un hombre con la misión de ganar.
La mezcla ideal de prudencia y tesón que exhibió le permitió meterse arriba en la lucha desde el primer giro. Para la cuarta vuelta -246 kilómetros después del pistoletazo-, dio alcance -y rebasó- al líder Léon Demeester.
Desde ahí hasta el final, Vondrich permaneció en cabeza y cruzó victorioso la meta con más de ocho minutos de ventaja. La guinda del pastel llegó con la descalificación de Demeester, que permitió a Frantisek Toman -compañero de Vondrich- cerrar un doblete para la marca con su segunda posición. Tan sólo ellos -y otro piloto más- lograron completar la prueba.
Gracias a este triunfo, Laurin & Klement consolidó su popularidad como constructor, lo cual le permitió comenzar a experimentar con ese otro invento llamado ‘automóvil’. Pasara lo que pasara, la semilla de las carreras ya estaba plantada…