En Detroit siempre hubo, al menos, tres. Pero, a finales de los años setenta, esas ‘Tres Grandes’ de la automoción americana bien pudieron quedarse en dos. Y es que, si Ford y General Motors también se llevaron un duro golpe con la Crisis del Petróleo, el embate que sufrió Chrysler estuvo a punto de llevarla a la bancarrota.
Hastiado de los mil y un ‘comités para todo’ de Henry Ford II, Lee Iacocca aterrizó en el consorcio de la estrella pentagonal en 1978, ocupando el mando supremo. Si los imposibles eran su especialidad, pronto vio que lo que necesitaba la compañía era un milagro de Lourdes.
Malas cifras de ventas y unos costes de producción demasiado elevados se combinaban con un ‘portfolio’ de productos que -casi literalmente- no había por dónde cogerlo. Diseños desfasados, motores ineficientes y, para colmo, unos informes de fiabilidad desastrosos. Ni siquiera las puras estadísticas traían alegría alguna, pues el ‘éxito’ de estos modelos era muy dispar entre diferentes grupos de edad. Por ejemplo, los menores de 40 años, directamente, se decantaban mayoritariamente por otras marcas.
La solución de ‘Big Lee’ -aquí se terminaría de ganar el apodo- fue radical. Se impulsó el desarrollo de una nueva plataforma que el grupo ya tenía casi a punto -la denominada ‘K’-, convirtiéndola en la base común de prácticamente todo lo que lanzarían Chrysler, Dodge y Plymouth en los siguientes años.
Ya desde esos primeros lanzamientos -el Dodge Aries y el Plymouth Reliant-, las cifras remontaron en positivo. Y así, a base de sencillos automóviles de tracción delantera y motores de cuatro cilindros -parte de ellos, aportados por Mitsubishi a través de su ‘joint venture’-, el grupo recuperó su peso en el mercado ‘yankee’.
Poco más tarde, una llamada personal a Carroll Shelby -por ‘los viejos tiempos’- solucionaría la cuestión de la deportividad. Y a fe que, con el material que tenía, el maestro texano lo hizo lo mejor que supo: introdujo a Dodge en la ‘era turbo’, devolviéndola con sus ‘kits’ y preparaciones a las portadas de las revistas… y al imaginario de los jóvenes conductores.
De un ‘coche oficial’ muy futurista…
Nos encontramos en 1983. El gigante de los materiales ‘composite’ PPG es el orgulloso mecenas de la Indy Car, y busca -como es tradición- que alguien les proporcione un nuevo ‘Pace Car’; un vehículo que guíe a los monoplazas con seguridad en las carreras. Para todo fabricante americano, esta invitación es -amén del beneficio mediático- un grandísimo honor. Y, en esta ocasión, le toca el turno a Chrysler.
El lápiz de Bob Ackerman marcará un trazo inesperado sobre el papel. Un canto a la aerodinámica, con silueta en forma de ‘gota de agua’ y una prolongada ‘cola’ posterior, la cual disimula hábilmente un alerón ‘pasivo’. Una carrocería ultraligera -sintetizada por la propia PPG- que vuela casi rozando el suelo. Un frontal que describe un ‘rostro’ frígido, impersonal… tras el cual se oculta un intrincado armazón de tubos en acero, aluminio y magnesio. Y el impulso de un motor 2.2 biturbo -fuertemente modificado por Cosworth– con 440 CV.

Así se presentó el Dodge M4S Turbo en el Salón de Detroit de 1986. Después de tres años de trabajo, la marca volvía a acaparar todas las miradas. Y el fenómeno se repetiría en las pistas. Cada vez que ondeaban las banderas amarillas, las cámaras de televisión prácticamente dejaban desenfocados a los pilotos -los verdaderos protagonistas de la carrera-, buscando captar hasta el último detalle del enigmático prototipo.
Mientras, Iacocca sonreía. Una buena razón tenía para ello: con el mismo ‘sustrato’ mecánico que movía -por ejemplo- al perezoso y desgarbado LeBaron, sus mejores talentos habían creado una seductora ‘bala’ que, a 313 km/h, profetizaba unos ‘nuevos buenos tiempos’ para la automoción americana. No se podía hacer más… con menos.
… al ‘antihéroe’ que vino del Más Allá
No obstante, el tiempo -juez universal- otorga razones… y, también, las quita. Al término de aquella temporada de la Indy Car, otro grupo de ‘concepts’ tomó el relevo. Con su misión, pues, cumplida, el Dodge M4S Turbo se convirtió en otra pieza más del Museo Walter P. Chrysler, donde aún descansa a día de hoy.
Entonces, con una carrera ‘laboral’ tan corta… ¿De dónde viene la fama actual de este coche? La respuesta está en el mismo 1986. Y es que, poco antes de intervenir en su primera carrera, fue requerido por la productora New Century para el rodaje de ‘El Aparecido’, un thriller de relativamente bajo presupuesto.

Su argumento es el que sigue: en el corazón de Arizona, el pequeño pueblo de Brooks vive atenazado por una banda de delincuentes juveniles. Liderada por el psicópata Packard Walsh -interpretado por un Nick Cassavettes pasadísimo de rosca-, su principal afición consiste en apropiarse de los mejores coches de la zona. Para conseguirlos, obligan a sus legítimos propietarios a medirse frente a ellos en una carrera ilegal, que no es sino una tramposa ‘encerrona’ donde el susodicho vehículo termina siempre cambiando de manos a punta de navaja.
Sin duda, un currículum que ya bastaría para dejarlos ‘a la sombra’ por una buena temporada. Pero, además de todo esto, Packard y su banda guardan un sangriento secreto: el brutal asesinato de un joven con el único propósito de robarle la novia.
Un buen día, aparece en la comarca un misterioso automóvil deportivo. Uno que nadie había visto antes. A pesar de su generosa superficie acristalada, ésta es completamente opaca, con lo cual es imposible averiguar quién lo conduce. Evidentemente, la codiciosa banda sale tras él, dispuesta a ‘cobrarse la pieza’. Pero se convertirán en los ‘cazadores cazados’.
Al principio del duelo, el recién llegado ‘juega’ junto a ellos, para después acelerar sobrenaturalmente y perderse en la distancia. El ‘malo’ acelera también para seguirle, y es entonces cuando se lo encuentra de nuevo, bloqueándole el paso. El accidente mortal es inevitable. Uno a uno, así irán cayendo todos, mientras al Sheriff Loomis -un Randy Quaid en su línea- sólo le queda rascarse la cabeza como testigo de lo paranormal del asunto.
Pronto se destapa la explicación: dada la crueldad de su asesinato, el joven Jamie Hankins ha resucitado con la única intención de vengarse. Vengarse, claro está, al estilo ochentero, llevándose de vuelta con él las vidas de los responsables. Como armas tiene el cuerpo y la cara de un jovencísimo Charlie Sheen, una escopeta automática… Y, por supuesto, el Dodge M4S Turbo, rebautizado aquí como ‘Interceptor’. Gracias a la magia del cine, su futurista aspecto recibe un toque siniestro que lo transforma en una bestia imparable, indestructible y -casi- con ‘vida’ propia.
Junto a una colaboración nada disimulada -salvo cinco vehículos, el resto de los que aparecen en la cinta son todos suyos-, la propia Chrysler proporcionó a los productores las referencias necesarias para construir hasta seis réplicas del concept. Así consta en las memorias personales de Bob Ackerman, quien temía que su ‘pequeño’ quedara caricaturizado en la gran pantalla. Un temor infundado pues -como ejemplifica esta historia-, en ocasiones, el camino de la fama no tiene nada que ver con el de lo profesional.