Décadas de experiencia docente demuestran que el mejor método para enseñar disciplinas complejas -como la economía- es el caso práctico. De ahí que las grandes escuelas y facultades inviertan ingentes cantidades de tiempo en analizar los momentos más cruciales de muchas compañías… y determinar las razones que las condujeron al triunfo… o a la derrota. A la hora de aprender, ambos finales sirven igual.
Con no poca frecuencia, entre estos casos suelen surgir algunos relacionados con marcas de coches. Casualmente, el calendario nos trae hoy uno sumamente interesante. Y es que, hace ya un cuarto de siglo, Porsche se encontraba al borde de la quiebra…
Así es: en 1990, la gama de la casa de Stuttgart presentaba serias deficiencias. La primera -y más ‘sangrante’- era la terrible obsolescencia de los 944, 968 y 928, cuyas ventas se habían desplomado por -directamente- estar ‘pasados de moda’. El único que aún lograba atraer la atención del público era el 911… pero más por su ‘aura’ que por su ficha técnica: al igual que sus parientes, era demasiado ‘ochentero’ en una década en la cual el paradigma del coche deportivo había cambiado repentinamente y sin avisar.
El regreso al origen… o algo parecido
La solución al problema pasó -podría decirse- por una cadena de decisiones acertadas. Comenzó con la de Peter Schutz quien, nada más tomar la jefatura de la marca, ordenó acelerar la renovación del 911. Pero con una condición clara: un alto porcentaje de sus componentes debían poder aprovecharse en un nuevo modelo mucho más asequible.

¿Construir un nuevo mito aplicando economías de escala? Tal fue el reto que asumió Horst Marchart, entonces responsable de investigación y desarrollo de Porsche. Junto a Wandelin Wiedeking -producción y gestión de Materiales- y Dieter Laxy -jefe supremo de ventas-, está considerado como uno de los tres ‘padres’ del Porsche Boxster.
Así lo cuenta el propio Marchart: “La idea era crear una gama adicional, a partir del concepto y de los componentes de un futuro 911. Iba a ser un biplaza con un frontal parecido al del 911 para garantizar una clara identificación como un Porsche. Además, ese nuevo coche debería costar alrededor de 70.000 marcos y también ser atractivo para los clientes más jóvenes. Mi planteamiento fue aceptado”.
En apenas un minuto, el lápiz de Grant Larson dio con la tecla: un ‘roadster’ cuya silueta bebía descaradamente de la influencia del 356 Roadster de 1948, el primerísimo producto de Zuffenhausen. Y, al mismo tiempo, rendía homenaje a sus inicios en la competición, con su bóxer de cuatro cilindros colocado en ‘posición trasera central’, justo por detrás de los asientos.

Tras unos últimos retoques, su lanzamiento en 1996 fue todo un ‘greatest hit’. Una nueva generación de jóvenes ejecutivos aprovechó la bonanza económica de su tiempo para ‘darse un capricho’… Y, con ello, convirtieron al Boxster en un icono del estilo ‘yuppie’, retomando el espacio perdido frente a rivales como el Mercedes SLK o el BMW Z3.
Apenas un año después, el remate llegó con la aparición de la nueva serie 996 del 911. Al contemplar sus semejanzas con el Boxster, los puristas elevaron su indignación. Pero poco importaba aquel detalle a los dirigentes de Porsche, pues habían demostrado -al mundo, y a sí mismos- que ‘tradición’ no siempre es sinónimo de ‘estancamiento’.